Después
de la manta de agua que cayó en Granada la tarde del sábado
y aún seguía cayendo
la madrugada del domingo, estábamos Jeda y yo casi convencidos
de que la excursión que habíamos preparado con tanta ilusión
no sólo iba a estar pasada por agua, sino que seguramente se
suspendería por falta de personal. Pero cual fue nuestra sorpresa
cuando aparecieron a las 8,30h.
hasta
doce compañeros tan decididos a acompañarnos a la Giralda,
pese a los negros presagios del cielo, que fuimos condescendientes en
esperar a que desayunaran unos cuantos sin recordarles lo convenido
de venir listos.
Salimos los catorce que estábamos en los
vehículos, sobre las nueve, en dirección a las Albuñuelas,
el pueblo más pintoresco y escondido del Valle de Lecrín,
que en árabe significaba valle de la alegría, que haciendo
honor a su nombre nos recibió con un espléndido sol inundando
su maravilloso valle de naranjos. Comenzamos nuestra andadura desde
la plaza del pueblo, como tiene que ser, recogiendo las miradas curiosas
de los lugareños y algún que otro consejo: “ uhh,
aver onde os vais a meter, mira questán los caminos perdíos
y hay muncho monte, y con las nubecillas de lo arto hay que andarce
con cuidao...”. Dejamos atrás las últimas casas
y por por una preciosa vereda empedrada bajamos al río de las
Albuñuelas entre naranjos, pomelos, nisperos.... Cruzamos el
puente e iniciamos el ascenso por la otra vertiente del río.
Un poco más adelante paramos a hacernos la obligada foto ante
una atractiva panorámica. Abajo el pueblo de Albuñuelas
entre las paredes calizas, tan bien asentado que parece mentira que
se viniera abajo con un terremoto que sacudió la zona en el siglo
XIX. Al fondo del paisaje tenemos el valle de Lecrín y en todo
lo alto el pico nevado del Caballo . Esta sugestiva estampa nos acompaña
un rato hasta cruzar el Barranco de las Cabezuelas, para luego llanear
por un almendral. En una hora estamos en el Barranco de las Cuevas la
subida más idónea para ascender a la cuerda, ya que el
resto de ramblas están bastante cerradas de vegetación.
La subida progresiva por la rambla arenosa con trancos calizos cómodos
de trepar resultó amena entre un pinar salpicado de vegetación
autóctona. Alvaro nos fue también entreteniendo por el
camino identificándonos diversas variedades de setas, cuyos aprovechamientos
culinarios estamos todos deseando que nos los de a probar.
En una hora despachamos la rambla y alcanzamos
la cuerda, surcada por una pista forestal. Teníamos sobre nuestras
cabezas, imponente, la cima de la Giralda, pedregosa y agreste, con
unas nubes veloces cubriéndola a intervalos. Optamos por subirla
directos, sin rodeos que restaran mérito a su salvaje orografía.
El viento frío añadió aliciente a la dura subida
y en veinte minutos estábamos coronando la cima de la Giralda,
que aunque no llegue su altura a los 1.500mt. es un pico de la baja
montaña respetable. Las vistas que se pueden disfrutar desde
aquí son espectaculares, aunque la niebla caprichosa nos dejó
ver sólo algunas: la costa mediterránea, el valle del
Guadalfeo a la altura de Orgiva, los pueblos de Nigüelas, Lecrín,
Chite, Murchas, Acequias... No nos entretuvimos demasiado en las alturas
y comenzamos a destrepar por la cara este del cerro para luego rodearlo
por el carril. Bajamos de nuevo la rambla y giramos a la derecha frente
a unas gigantescas cuevas, utilizadas desde la Prehistoria y que hoy
son apriscos de ganado. Lo abrupto de este territorio y la abundancia
de grietas, cuevas y simas, hizo que en esta zona durante la rebelión
de los moriscos en el siglo XVI tuviera lugar episodios sangrientos,
ya que los moriscos conocían como nadie estos parajes, donde
se hicieron fuertes.
Dejamos atrás los últimos pinos
para entrar en zona de cultivos de olivar, almendros, etc. Paramos a
comer durante una media hora, disfrutando de las viandas ajenas, y sin
perder tiempo, ya que el cielo amenazaba lluvia, comenzamos a descender
junto a un olivar digno de admiración, donde los hombres que
durante generaciones los han cultivado, han conseguido obtener de un
auténtico pedregal el maravilloso jugo de la oliva, a base de
extraer ingente cantidad de piedras, perfectamente dispuestas en sus
balates, para dejar espacio al olivo. 
A pocos minutos estamos sobre el pueblo de Saleres,
a vista de pájaro. Naranjos, limones, algarrobos, aguacates...,
nos reciben en la serpenteante y vertiginosa bajada. Más fotos
en el río de las Albuñuelas y cruzamos río y pueblo
para iniciar la última fase de la jornada, ya con un espléndido
sol. La vereda es un pretil sobre el valle inundado de naranjos. Un
digno remate a un inédito itinerario. Alcanzamos el pueblo de
las Albuñuelas siete horas después de haberlo dejado y
con un desnivel en nuestras piernas de más de mil metros.